Guantánamo. Guantánamo. Cada octubre, espero con la fe renovada, el Día de la Cultura Nacional. El nacimiento del himno que nos representa y convoca, es motivo para agrandar el pecho de todos los cubanos. La fecha invita a meditar en lo alcanzado y en los desafíos de estos tiempos. Confieso que, ante la dura supervivencia que enfrentamos, me cuestioné la utilidad de estas líneas. Entonces, una amiga sentenció: “escribe, para que no se le muera el alma a uno”.

Reconocí en sus palabras, la importancia de la cultura en medio de condiciones de vida extremas. La cultura es lo que puede salvarnos.  De ella nos aferramos como la hoja al árbol del que somos parte, en medio de tornados que pretenden arrasar con sus raíces de histórica memoria. Cuando cerca o lejos de la tierra en que nacimos, el cuerpo se agobia por esfuerzo o añoranza, la cultura viene a ser el bálsamo que inspira y salva, para recobrar el aliento y continuar. Allí esta Fernando Ortiz para recordarnos que “la cultura es la Patria”.

Cuba es un país de milagros y misterios.  Su pueblo, no se rinde. Se prende de la vida con una capacidad de resistencia casi sobrenatural. Aún extenuada, le tomas el pulso a Cuba y ahí está latiendo la cultura, irradiando luz en medio de cualquier carencia material.

He sido testigo de esos latidos en tiempos también complejos. Tuve el privilegio de contar con mis maestros. Y fue esa, dicha enorme. Aprendí de Harold Gramatges, Roberto Pellón (compañero de José Antonio Echeverría), Hilda Vila (discípula de Moreno Fraginals), y de todos aquellos evangelios vivos que hicieron imperecederas las clases de mi especialidad y de Estudios Cubanos en el ISA.

Inolvidables fueron las visitas al Museo de Bellas Artes, escuchar por primera vez los tambores taiko de Japón, las clases de artes plásticas con Jorge Fernández, los meses atestiguando la evolución de un cuadro de Joan Capote en las cúpulas del ISA, escuchar las conferencias de Eduardo Heras León, mis lecturas de Moliere, la Ilíada de Homero, Tartufo, Kafka, Bertillón 166, asistir a las funciones del Ballet Nacional, a las de Carlos Acosta, ver bailar a Alicia Alonso “El lago de los cisnes”, escuchar en concierto a Elena Burke, Buena Fe, Pablo Milanés y Omara Portuondo. Mágicos aquellos encuentros de jurado en Cubadisco donde coincidían Marta Valdés, Sara González, Luis Carbonell, César Portillo de la Luz, Enrique Plá, César López, Joaquín Betancourt, Radamés Giro, José Reyes Fortún y una constelación de estrellas para decidir la suerte de un disco.

La experiencia era innombrable cuando llegaba el Festival Internacional de Guitarra de La Habana, la Feria Internacional del Libro, las películas en el Cine Yara o en el Chaplin, el Noticiero ICAIC Latinoamericano, Vampiros en La Habana, Kangamba, Nada, Gallego,  Fresa y Chocolate, los helados en Coppelia casi entrando la madrugada, las noches de los libros a lo largo de la calle 23, el teatro Guiñol, los dibujos animados del ICAIC y el ingenio de Tulio Raggi y Juan Padrón, los conciertos de Liuba María Hevia, Angel Díaz, Los Van Van, La Aragón, Los Muñequitos de Matanzas, Tomatito, Chick Corea, El Cigala, la Ópera de Pekín, Irakere, el Festival Internacional de Cine, una clase magistral con Leo Brouwer, una ceremonia de coronación de santo yoruba, cantar el Requiem de Mozart en la Iglesia de Santa Rita, el Coloquio de Musicología Casa de las Américas, las lecturas en la Biblioteca Nacional, las ferias de artesanías, desandar La Habana Vieja tras las huellas de Eusebio Leal…

Así podría seguir por muchas lunas recuperando de mi memoria las experiencias culturales que Cuba me ha regalado y que, enriqueciendo mi cosmovisión, han contribuido a hacer de mí una persona más plena.

Evoco la clausura del Primer Encuentro Nacional de Orquestas Sinfónicas de Cuba, el 22  de julio de 2004. Allí estaba Héctor Quintero acompañado por 200 músicos de la Orquesta Sinfónica, con la musicalización del argentino Alberto Favero y la orquestación y dirección de Leo Brouwer. El Padre Nuestro Latinoamericano de Mario Benedetti estremeció a los cientos de personas que nos dimos cita en la base del Memorial José Martí de la Plaza de la Revolución. Sin artificios, sin lujos. Solo cultura y corazones. No había más.

No renuncio al sueño de que además de las congregaciones para el frenesí, el gozo eufórico y la evasión, vuelvan los conciertos como aquel a nuestras plazas. Que regresen para siempre los días para leer un libro en un café. Que no nos cieguen, que no nos devoren, los símbolos que nublan, reducen, anulan y distraen del objetivo primero de este breve paso por la tierra: alcanzar desde la virtud una dimensión humana superior.

Que sean muchos los cubanos que beban de la cultura amplia y diversa, allí donde se ofrece, como un imperativo para saciar la sed del espíritu en el desierto. Que luego, de vuelta a casa, enfrentando nuevamente los rigores de la vida, todos sientan algo distinto, un halo indescriptible de plenitud, una fuerza interior que los sublime, por el poder que ha ejercido en ellos la cultura.

Cada 20 de octubre hemos de regresar a Martí, el hombre-luz que “comprendió el misterio de la verdadera emancipación”1: “ser culto es el único modo de ser libre”2. Que en cada cubano siempre haya un espacio para el alma.

Todo dicho. Sea. En la cultura, la libertad.