Este 31 de julio Guantánamo recuerda el quinto aniversario de la desaparición física de Eusebio Leal Spengler, quien fuera prominente ensayista, investigador, Doctor en Ciencias Históricas, Máster en Estudios sobre América Latina, el Caribe y Cuba, especialista en Ciencias Arqueológicas e Historiador de La Habana.

Durante su extensa y prolífica trayectoria profesional e intelectual, Leal se destacó por su vocación, empeño y su impronta signada por desvelos constantes y apasionados en ver deslumbrante a La Habana Vieja, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).

En el Alto Oriente cubano aún retumban las conmovedoras palabras del entonces Presidente de la Red de Oficinas del Historiador y Conservador de las Ciudades Patrimoniales de Cuba, pronunciadas el 15 de agosto de 2011, en ocasión del aniversario 500 de la fundación de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa, primera Villa cubana.

Leal Spengler, en su notable intervención, aludió al oriental territorio, por donde se inició la conquista y colonización de Cuba, y en el cual por vez primera se enfrentaron las hachas de los aborígenes contra los arcabuces y cañones de los invasores españoles.

Palabras de Eusebio Leal en la Misa por el aniversario 500 de la fundación de Baracoa

“He tenido el particular privilegio de acompañar al Vicepresidente del Consejo de Estado, compañero Esteban Lazo, a los ministros del gobierno, al Primer Secretario del Partido, al Presidente de la Asamblea, a los diputados y al grupo de intelectuales y personalidades que han venido desde La Habana y en nombre de la Nación, para acompañar al Obispo de Guantánamo-Baracoa, a los excelentísimos señores prelados, presididos por el Arzobispo Primado de Santiago de Cuba y Presidente de la Conferencia Episcopal y también a los miembros de la Comisión Nacional de Monumentos cuyo encargo cumplo en este momento.

Quisiera antes decir lo siguiente: por un momento el sol que nace en el oriente de Cuba, ha hecho un alto para permitirnos, con un poco de brisa, realizar el hermoso acto al que nos ha convocado esta celebración.

A lo largo de nuestro viaje en la mañana de hoy, hemos estado pensando y meditando en el significado particular que esto tiene y que no ha de ser omitido ni soslayado. De hecho, en la Solemne Asamblea que tendrá lugar esta noche, tendré la oportunidad por segunda vez en una década, de poder hablar un poco de lo que significa esa historia, aceptando la gentil invitación de mi querido y admirado colega, el primado también de los historiadores, Alejandro Hartman.

Quisiera decir que en el momento en que la Cruz de la Parra, sea colocada en el altar, estaremos asistiendo a un acto histórico de suma importancia. Hace ya más de 500 años, el 27 de noviembre de 1492, las anotaciones del diario, llevadas meticulosamente, rebelan el estupor y el asombro del Almirante ante la belleza incomparable de Baracoa. Comprendo y me identifico con sus sentimientos. Si hoy, al sobrevolar la costa veíamos con asombro, a la primera luz de la mañana, la hermosura de esos montes, la desembocadura de los ríos y su singularidad, la belleza del horizonte, la hermosura del Yunque, podíamos entonces comprender el alto significado de lo que ocurrió, muchos años después de aquel elogio a los palmares y pinares de Baracoa, a la bahía que formaba una especie de escobilla, al Yunque que parecía más obra del ingenio humano que de la naturaleza.

Fue necesario deshacer el criterio de Cristóbal Colón – en su último viaje – de que la Isla, ya prácticamente muy cerca del extremo occidental, era parte de un continente inhóspito. La veía por el sur y no Isla, como se había concebido originalmente concediéndole el precioso nombre de Juana, en honor de un príncipe de vida efímera. Sin embargo, el nombre de Cuba quedó tenazmente en la memoria. Tan fuerte fue esa impresión que en aquella armadía que encontró en aguas del Caribe, alguien les repitió el nombre breve y sonoro de Cuba. Cuba que en realidad era un hermoso archipiélago formado por cientos de pequeñas islas e islotes de la cual la principal, la más hermosa era Cuba.

En la bella representación que hemos presenciado, aparece aquel pueblo inocente que habitó estos lares. El gran cronista de la Corona Pedro Martin, no vacila en afirmar que no existía entre ellos ese mío y tuyo que es la causa de todos los males. Hablaba sin dudas de esa inocencia de la cual vivieron los pueblos en el oriente, que seguía todavía en aquellos años en que arribaron en oleadas a la isla de Cuba.

Un pequeño haz de islas como un collar de perlas sube desde las costas continentales, o más bien desciende hacia las Antillas, hasta lograr arribar a la principal de ellas y muy cerca de aquí en Maisí, la punta señala la otra gran isla que sería llamada por el Almirante La Española y en la cual construiría, con los restos de una de sus naves rotas, el Fuerte Navidad, el primer asentamiento.

Se ha dicho con razón que numerosas cruces fueron plantadas por todos los territorios. Se comenzaba a derrumbar con su viaje, más bien con el regreso que con la ida, una antigua concepción del mundo: el pensamiento de Ptolomeo y de los antiguos quedaba superado por lo que Copérnico y Galileo habían imaginado como cierto.

Colón traía en una mano la sagrada escritura y el testimonio de Marco Polo y los viajeros del Oriente. De cierto creyó que no había llegado al oriente de una Isla sino al oriente del lejano Oriente que era su objetivo. En la escuela nos enseñaron que buscaba un camino más corto hacia la India. Fue inútil frente a Bariai y frente a la zona maravillosa del Atlántico holguinero, tratar de hallar a los representantes del Gran Kan. Nadie respondió a aquella demanda. Más bien los pueblos se ocultaron temerosos al presumir los que significaría el encuentro con criaturas tan extrañas y diferentes.

Hoy, para no repetir la historia, quisiera afirmar que mirando a este pueblo, en el que están los matices de todos los pueblos, somos como una especie de pequeño género humano, un retrato del mundo. Delante están los ojos prendidos, las teces más oscuras, el cabello como el de los sables de Damasco de que hablaba Martí, el pelo lacio que hacía a Colón pensar que los de Cuba se parecían por su tez morena y la calidad de su cabello, como la del pueblo canario que recientemente también había sido sometido a la Corona Española.
De aquel encuentro, doloroso como todo encuentro con lo desconocido, surgió una nueva y grande realidad: nosotros. Sin aquel evento, este acto no podría celebrarse, sería otro. Quedó además un poderoso medio de comunicación que se pondría por encima de la sangre misma: el idioma que hablamos, el idioma castellano que llamamos nosotros español.

En la representación artística se habla de San Antonio María Claret; pero siglos antes de que Claret fuese Arzobispo de Santiago de Cuba, precisamente en aquella expedición que toca la tierra baracoana, venía un fraile dominico sevillano cuyo nombre parece estar todavía en el escudo de Baracoa, en cuyo primer cuartel hay una perro que lleva en la boca una antorcha con la cual encendería el mundo. Era un dominico que elevó su voz por los indios, por los indígenas en La Española y particularmente en Santo Domingo y fue aquí en la Trinidad, otra Villa que pronto celebrará su aniversario 500, donde se produce su conversión con su renuncia de la encomienda que había recibido y con su férrea voluntad de convertirse en lo que Martí describió en “La Edad de Oro” como el Apóstol que fue. El apóstol de los indios, pálido a la luz de un candil, inclinado y anciano en su Obispado de Chiapas, contando una historia llena de todo tipo de relatos y de impresiones.

El nombre de Las Casas, uno de los autores del humanismo moderno, uno que supo discutir en el debate de Valladolid la existencia de un alma inmortal en los aborígenes. Uno que supo impregnar el corazón de la Reina Católica para que escribiese las nuevas leyes y que fueron la causa de su profunda preocupación testamentaria, está todavía en nosotros. Vive en la mujer Baracoana cantada por Cintio Vitier, vive en el egregio caudillo que puso sus pies no lejos de aquí en las playas de Duabas, quien llevaba el nombre de Antonio Maceo.

Hoy nos reunimos aquí y nos reunimos en un acto de concordia. En un acto hermoso, por y en nuestra Patria. En la más antigua de todas las ciudades de Cuba, al pie de la advocación de la Asunción. Hoy hemos visitado la obra de una Catedral que se ha llevado con pasión. Es una catedral que quizás sea una de las últimas que se esté levantando en estos momentos en esta latitud. Es Catedral porque siendo el Obispo de Guantánamo-Baracoa, le corresponde también a Baracoa ser periódicamente el asiento de su sede, y como es sede suya, es también sede episcopal.

Es por esto que la Comisión Nacional de Monumentos, haciendo una lectura de la historia, reconociendo la tradición como una de las fuentes, reconociendo la verdad demostrada de la antigüedad del leño – después de unos estudios realizados por la Doctora Raquel Carreras, por encargo especial del Consejo Nacional de Patrimonio, en el Instituto Forestal de Bélgica, que demostraron de manera irrefutable la antigüedad de la cruz -, reconociendo el testimonio de las visitas pastorales de Pedro Agustín Morel de Santa Cruz… Por todas estas razones, la Comisión Nacional de Monumentos declara la Cruz de la Parra Monumento Nacional y Tesoro de la Nación Cubana.

 

Por Jorge Cantalapiedra Luque

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