La imagen de jóvenes y adolescentes desplazándose a sus centros de estudios en motocicleta o ciclomotor se ha vuelto común en muchas partes de la ciudad de Guantánamo. Sin embargo, lo que debería ser un símbolo de independencia y movilidad se transforma con frecuencia en una escena de alto riesgo.
La falta de experiencia, unida a una sensación de invulnerabilidad típica de la edad, los lleva a menudo a ignorar las más básicas normas de tránsito. Aceleran imprudentemente, se desplazan en zigzag entre los coches, omiten el uso del casco y transportan a otros jóvenes como pasajeros, aumentando el peligro.
Esta conducta no es solo una travesura juvenil; es una temeridad que pone en jaque su propia vida y la de los demás.
Las causas de este comportamiento son multifacéticas.
Por un lado, existe una clara subestimación del peligro real que conlleva conducir un vehículo de dos ruedas. Muchos jóvenes ven la moto como un juguete y no como un medio de transporte potencialmente letal que requiere responsabilidad.
Por otro lado, la presión social y la búsqueda de aceptación entre pares juegan un papel crucial. Realizar maniobras arriesgadas se convierte en una forma de demostrar audacia y ganar estatus dentro de su grupo, sin medir las consecuencias catastróficas que ello puede acarrear.
El rol de la supervisión adulta y la educación es aquí fundamental y, en muchos casos, deficitario. No se puede culpar únicamente a los adolescentes si el acceso a estos vehículos se facilita sin la formación adecuada. La adquisición de una moto o ciclomotor debe ir inexorablemente acompañada de una instrucción rigurosa por parte de la familia sobre la responsabilidad vial. Los padres tienen el deber irrenunciable de verificar que sus hijos posean la licencia correspondiente, que utilicen siempre el casco certificado y que comprendan que la carretera no es un circuito de juego.
Las consecuencias de esta imprudencia pueden ser irrevocables. Un simple error de cálculo, una distracción de un segundo al mirar el teléfono móvil, o una maniobra evasiva mal ejecutada, pueden desencadenar una tragedia. Los accidentes en este tipo de vehículos suelen resultar en traumatismos graves, lesiones medulares o mortales, dejando familias destrozadas y futuros truncados en un instante.
 El costo de una conducta temeraria no es solo una multa de tráfico; es la pérdida de la salud o la vida misma.
La solución requiere un enfoque integral y firme. Es imperativo que las autoridades intensifiquen los controles viales cerca de los centros educativos, sancionando con rigor el exceso de velocidad, la falta de casco y la conducción sin licencia.
Paralelamente, las escuelas y las familias deben aliarse en campañas de concienciación continuas que muestren, de forma cruda y realista, las secuelas de los accidentes de tráfico. Fomentar la responsabilidad desde el ejemplo y proveer una educación vial emocional, que les haga empatizar con el dolor que un accidente puede causar, es la clave para transformar esta peligrosa tendencia y proteger a nuestras generaciones más jóvenes.