
Guantánamo – En el reparto Rubén López Sabariego, ubicado en la ciudad de Guantánamo, amanece con el ritmo pausado de un miércoles cualquiera. En el edificio C, sin embargo, una energía singular desafía la quietud matutina. Es una fuerza que no proviene del bullicio juvenil, sino de los pasos, firmes y alegres de Adela Rosalba. A sus 82 años, ella no camina por los pasillos; parece danzar, llevando consigo un aura de fiesta serena.
Adelita no es solo mi vecina. Es el recordatorio ambulante de que la vejez puede ser un verano prolongado, lleno de color y ternura, y no un invierno frío. Su risa, cascada cristalina que se desliza por las escaleras y se cuela bajo las puertas, es el primer boletín meteorológico del día: anuncia que, pase lo que pase, habrá un motivo para la alegría.
Cada tarde la encuentro regando las macetas que ha colocado en el balcón de su casa. No son solo plantas; son su pequeño ejército de clorofila y esperanza.
«Hay que darles de beber, mi vida, que ellas también tienen sed de vivir,» dice, y su voz tiene ese tono rasgado por los años, pero musical, como un violín antiguo y bien cuidado.
Pese a los 82 calendarios que ha visto pasar, Adela es dinámica por naturaleza. Su agenda, mental pero rigurosa, podría envidiar cualquier joven. Las mañanas son para el mercado, donde regatea con una sonrisa que desarma a los vendedores. Las tardes, para desde su amada silla y acompañada de su abanico vender sus cigarrillos.

Ella se sienta con la espalda recta, como desafiando cualquier posible curvatura del tiempo.
«La gente cree que llegar a esta edad es un descenso,» comenta, ajustando su abanico. «Pero es todo lo contrario. Es subir a la cima de una montaña desde donde se ve todo con más calma. Los problemas se achican, las alegrías se agrandan».
Pregunto curiosa por su secreto, por esa chispa que no se apaga. Suelta una risa contagiosa. ¿Secreto? ¡Ahí mí vida, no guardo ninguno, mi cielo.!
Es no dejar que el óxido se pose en el alma. El cuerpo puede doler, puede fallar, es solo la carcasa. Pero el alma… si la ejercitas con alegría, con ganas de aprender, de ayudar, de querer… esa no envejece.»
Observo sus manos, surcadas por el mapa del tiempo, mientras enhebra una aguja con una destreza que muchos dedos jóvenes han perdido. En cada puntada hay paciencia, en cada elección de color, una pizca de esa alegría que la define.
Al despedirme, me ofrece un jugo bien frío de guayaba, hecho por ella, claro. «Para endulzar el camino,» dice sonriente. Adela Victorial Fernández , mi vecina del edificio C, no necesita un día en el calendario para ser celebrada. Ella celebra la vida a diario.
En un mundo obsesionado con la juventud eterna, hoy cuando se celebra el Día del adulto mayor en Cuba, Adela nos da una lección magistral: la verdadera eternidad no está en detener el tiempo, sino en llenarlo de tanto significado, alegría y dinamismo, que los años se conviertan en meros testigos de una vida bien vivida.